miércoles, 8 de septiembre de 2010

La Tormenta

Penthouse piso 60 en algún rascacielos de Dubái. La directora detrás del bar dirige los actores en un escenario blanco, con un aire moderno y minimalista; sin cambiar los roles, las mujeres en sus típicas escenas lésbicas y los hombres erigen el pene como protagonista.  Perplejo mi mirada no sabe si ver el acto o la impresionante vista, por las ventanas a lo lejos pequeñas luces de interminables calles en una ciudad sin fin.

Abajo caen desde lo más alto del edificio unas banderas de proporciones gigantes, largas que se deslizan como listones a lo largo hasta una explanada. Una bandera es azul con blanco, otras no recuerdo,  pero reconozco Corea del Sur y Costa Rica.  Al final se repliegan en un rollo como alfombras.

McCoy es el encargado del negocio de lavado de dinero y necesita una mula en el próximo viaje. Soy el único costarricense que puede entrar a Corea del Sur, al menos soy la persona menos sospechosa. Acepto porque es mi trabajo.

Una muralla rodea el complejo, afuera nos espera una limusina Hummer y detrás bajan con trajes árabes algunos socios que desconozco, rodeados de acompañantes armados. McCoy permite al cabecilla y su guardaespaldas particular subir a la limusina.

Ahora en San José, el árabe viene de Dubái y solo escucho en silencio la conversación sobre su cansado viaje de 14 horas con apenas dos de sueño. La limosina ahora es un bus que nos lleva a Panamá con un grupo de personas igualmente desconocidas. En medio del cerro de la muerte llegamos a la frontera. Hay una playa de arenas blancas con un intenso y hermoso atardecer.

Frente al mar, McCoy acostado disfrutando el paisaje a la orilla y Wolf sentado frente al sol. Pregunto a McCoy si alguna vez se deja tocar por el agua salada, su respuesta es clara: nunca se deja abrazar por el mar. Súbitamente una inadvertida ola pasa sobre ambos sin tiempo para esquivarla. La ironía fue inevitable.  

Y el panorama cambió, alguna gente quedó en medio del mar. El oleaje rompe ahora convertido en una feroz tormenta, el cielo oscuro y gris cae pedazos entre rayos ráfagas de vientos. Permanezco protegido en un edificio angosto que funciona como un paso entre ambos países. Es una estructura alta, de paredes de vidrio enlazadas por marcos dorados. A un lado en un extremo hay unas escaleras en piedra.

Detrás impotentes vemos como tratan de salvarse los otros. Gritamos, no nos oyen. Las olas golpean sin tregua los vidrios queriendo derribar todo.

Veo cerca del final de la playa se levanta entre el agua algunas piedras. Eva viene en un pequeño auto amarillo bordeando la orilla acompañada de otra mujer con el cabello azul.  Corre hasta dónde estoy, su amiga fracasa en el primer intento. Gritamos hasta que una ola la revienta frente nuestros pies. Su pelo se destiñe con el agua lentamente por el piso ante mis ojos.

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Una bitácora pública de sueños.